Por Marina Zucchi
“Alemanizado”, mimetizado con la idiosincrasia del centro de Europa. Cualquiera que ve a Pipo Pescador pasear exultante por el bosque de la antigua ciudad imperial de Eberbach, en el estado de Baden-Wurtemberg, al sudoeste de Alemania, no podría sospechar que se trata de un nativo de Gualeguaychú o un visitante, cada tanto, de su familia asentada en San Nicolás de los Arroyos.
En 2015, este nieto de alemanes decidió instalarse a más de 12.000 kilómetros de Buenos Aires, en un proyecto familiar que incluía una nueva vida ligada al país de sus antepasados, junto a su hija Carmela, su yerno y sus nietos. Ahora, su Navidad y Año nuevo nada tienen que ver con los ritos que suceden en el verano porteño con el ruido de los rompeportones de fondo.
Folclore germano y hábitat de magia rodean en diciembre a quien dejó el traje de Pipo para volver a ser el ignoto Enrique Fischer, tal como figura en su pasaporte. “Aquí el frío no se considera un flagelo o una molestia. Tampoco la nieve ni la lluvia. El dicho es: ‘no hace frío, vos estás mal abrigado'”, explica desde la montaña en la que está enclavado su hogar. “Solo hay que tener cuidado con el hielo resbaladizo de la ruta. Las calles se vuelven como de jabón y por eso incluso se suspenden las clases. Además, se pide a la gente mayor no salir para no caerse. Yo uso unos zapatos que parecen tener clavos que se va enterrando y fijan el paso”.
“Vivo en un barrio residencial arriba, alto. Desde mi balcón tengo una vista a vuelo de pájaro, como si viviera en un castillo”, muestra su paraíso vía telefónica, sin nostalgia por lo que dejó. “Aquí, en los pueblos, principalmente por iniciativa de la Municipalidad, se arman grandes árboles de Navidad en cada esquina, todos de cinco metros de altura, con luces que quedan encendidas toda la noche. Hay globos y adornos preciosos que nadie toca jamás. Nunca son vandalizados”, advierte como comparando de un lado y del otro del mapa. Esa garantía de seguridad es una de las grandes causas de su mudanza de continente. Logró borrar ese estado de alerta en el que se movía por la Reina del Plata.
Uno de los ritos que disfruta días antes del gran brindis es el de “los mercadillos de Navidad, que empiezan a montarse el 10 de diciembre, entre luces de todos los colores”, lanza datos a pura alegría. “En los puestos hace mucho frío; hoy, por ejemplo, dos grados bajo cero. Allí se puede tomar vino caliente, Glühwein, con alcohol o sin él. Yo no tomo alcohol. La reunión y la charla hacen olvidar el frío. También se come pescado cocinado en unas parrillas parecidas a las argentinas. En unas rejillas, el pescado va parado y larga la grasa. Después, se lo pone en un pan”.
Pipo (78) se acostumbró a que Santa Claus no significara nada en donde ahora habita. “Acá Papa Noel no existió nunca, toda la vida se veneró la imagen de San Nicolás. En la procesión de Navidad va el santo saludando a los niños y tirándoles caramelos”, empieza su relato.
No resulta extraño que se cruce con el espantoso Krampus, la verdadera “estrella” de estas fechas, “un ser espantoso, que suele vestirse con cuero de oveja y tiene una máscara fea, con rayones en la cara y un aspecto infernal”, detalla.
“De pronto Krampus se detiene frente a un padre y le pregunta cómo se portó el hijo. Si el padre responde que bien, Krampus sigue, pero si no, con una especie de varita, le pega unos cuantos golpecitos en la cola al niño”.
En casa de P. P. ya no hay bizcochitos de grasa o churros con dulce de leche para la merienda, todas esas delicias argentinas que podía comprar en la panadería de la esquina de su casa en Palermo. Diciembre llena su cocina de Spekulatius, unas galletas que solo se consiguen en tiempos navideños. “Son encantadoras, se hacen en molde y tienen distintas figuras, imágenes de arbolitos, de casitas. Aparecen el 8 de diciembre y se venden hasta el 6 de enero. Después no se las vuelve a ver hasta el año que viene”.
Otra curiosidad da cuenta del nivel de vida y de confianza social con que se vive en la tierra de Goethe, Bach y Beethoven: “Los primeros días de diciembre llegan por correo catálogos que mandan las empresas y que tienen unas fotografías preciosas de distintos tipos de latas decoradas. En el interior de las latas vienen golosinas y mazapán de Navidad. Cuestan desde 30 euros en adelante. Uno completa unas tarjetitas y así se las envía a los seres queridos. Una vez que la gente recibió el regalo, pasadas las fiestas, te llega un sobre con la cuenta que vos pagás en el banco. ¡Esas cosas solo se pueden hacer en este país! En otro lado la gente enviaría a medio mundo y no pagaría”.
Algo que a Pipo le llamó la atención en sus primeras caminatas prenavideñas por Alemania es “el permiso” que se toman los serios alemanes para generar una atmósfera propicia: “Aquí se juntan mucho las tradiciones cristianas con las luteranas. Cuando se acerca la Nochebuena, en los bancos y supermercados están todos ‘lookeados’. El cajero del banco, por ejemplo, te atiende con un gorro de Papá Noel, las mujeres con aros de trineos y todo eso. Siendo como son, tan formales, se permiten esa licencia”.
Para Año Nuevo, Fischer repite la frase que aprendió con una pronunciación milimétrica, “Guten Rutsch” (algo así como “buena resbalada”, un dicho cábala porque se considera que uno se desliza al nuevo calendario). “A las doce mantengo eso de las famosas uvas, una por cada campanada, rito que tomé de épocas en que trabajaba en la televisión española, a mis 34 años”.
En España está su segundo hogar, una casa en Torralba de Calatrava, a 180 kilómetros de Madrid. “Voy tres veces por año, un lugar precioso en la comunidad autónoma de Castilla-La Mancha, la zona de El Quijote. Allí escribí muchas obras. Los niños en Europa son un poco más niños que en Argentina. No sé la razón, pero son más niñatos, independientes, pero desde el punto de vista emocional se mantienen más niños”.
El autor del hit El auto de papá, viral en el mundo en la prehistoria de las redes sociales, ya no viste como en los setenta, inspirado en las fiestas entrerrianas de los alemanes del Volga de Rusia y la mezcla con la indumentaria de los gauchos entrerrianos. Donó “las pilchas” al Instituto Bagnasco de Entre Ríos y supo dejar dormir al personaje, aunque de vez en cuando pega una vuelta por Buenos Aires con proyectos de reedición.