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sábado, diciembre 21, 2024
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Edición N°

La historia de Galeno

Por José Narosky
Especial para EL NORTE

Hasta no hace muchos años se utilizaba casi indistintamente para designar al profesional de la medicina la palabra médico o galeno, que son sinónimos. Esta expresión –galeno– todavía se sigue usando. Aunque en menor medida. Y he querido traer hoy a esta columna precisamente al hombre cuyo nombre se hizo sinónimo de médico. Se llamó Galeno.

Nació hace 20 siglos, en el año 129 de la era actual. Vio la luz en la ciudad de Pérgamo, nombre de la ciudadela que rodeaba a la antigua Troya ubicada en la actual Turquía. Era médico, por cierto, y también filósofo.

Provenía de un hogar de buena posición económica. Su padre, doctor en Ciencias Naturales, le enseñó los primeros rudimentos de su profesión. Se contaba que teniendo 9 o 10 años, jugando en un bosque con un amiguito de su edad, este tropezó al correr con un grueso tronco de árbol y comenzó a sangrar profusamente de la frente.

El niño Galeno consiguió cubrir la herida y logró detener la hemorragia. Rápidamente oprimió la misma con unas lianas y tapó firmemente la lesión con su pañuelo. Luego partió en busca de auxilio.

De no haber procedido así, su amiguito hubiera muerto desangrado, ya que debió recorrer varios kilómetros hasta encontrar ayuda. Cuando este llegó –3 horas después– el niño accidentado ya estaba mejor. El destino de Galeno estaba definido.

Todavía muy joven, estudió Anatomía en la ciudad de Esmirna y Medicina en Egipto, en la ciudad de Alejandría, que en aquel momento era una avanzada de la ciencia. Galeno estudió de modo simultáneo Letras y Filosofía. Recién recibido de médico, tuvo su primera tarea.

Fue contratado en ese carácter en la escuela de gladiadores, una actividad común en la época. Estos hombres, luchadores feroces, quedaban comúnmente mal heridos, incluso los vencedores. Realizó allí curas que le produjeron tal fama que se extendió por toda la región.

Este prestigio llegó a oídos del emperador Marco Aurelio, quien lo mandó llamar.

El soberano padecía terribles dolores abdominales.

Galeno encontró un medicamento adecuado, conocido como triaca o teriaca con 70 ingredientes, uno de los cuales era el opio. Claro, los dolores del emperador después de muchas horas o días de sufrimiento se calmaron totalmente, quizá de manera provisoria, pero se calmaron. Marco Aurelio lo colmó de honores y lo nombró su consejero de por vida.

Pero este remedio, que sin duda calmaba los dolores y que poseía como base muchas plantas curativas que el genio de Galeno había logrado detectar, permaneció vigente hasta el siglo XIX.

Ya su popularidad había decrecido con la aparición de muchos otros medicamentos y vacunas, como consecuencia del natural avance de la ciencia. Galeno escribió numerosas obras de su especialidad todas en idioma griego. Abarcó no solo la anatomía. También la fisiología, la patología y la terapéutica.

Un libro suyo se usó durante varios siglos en muchas universidades europeas. Se llamó “El arte de medicar” y fue una obra de uso práctico. Galeno fue un pionero en las disecciones y pudo por ello identificar siete pares de nervios craneales, describir las válvulas del corazón e incluso establecer las diferencias estructurales entre venas y arterias.

Escribió en total unas 300 obras de las que se han conservado aproximadamente la mitad.

Y un aforismo final para este grande de la ciencia: «Hombres de pequeña talla proyectaron sombras gigantes».