El diario El Observador, de Uruguay, en su 30 aniversario, publicó una historia desconocida que vivió uno de sus periodistas tras un encuentro con el ex presidente en la Quinta de Olivos.
Por Álvaro Amoretti
Exeditor de Economía y exeditor jefe
A comienzos de octubre de 1993 el entonces presidente argentino Carlos Menem disfrutaba en su país de una altísima popularidad. Y la región y el mundo miraban con interés la forma en que aquel hombre, que cuando llegó al poder despertaba más temores que esperanzas, estaba devolviendo a la Argentina a los primeros planos.
La economía crecía. Y con ella, el empleo. La inflación, después de mucho tiempo, ya no era un tema de preocupación. Tampoco el valor del dólar. Las inversiones no paraban de llegar alentadas, además, por el ambicioso programa de privatización de las empresas públicas encarado por el presidente y su ministro de Economía, Domingo Cavallo.
Las encuestas mostraban que nadie podría competir con Menem en las urnas. Y aunque la Constitución argentina prohibía por aquel entonces la reelección, el peronismo ya había puesto en marcha su tradicional “operativo clamor” y trabajaba en silencio para sellar un acuerdo político como el que finalmente le permitió a su líder quedarse un segundo período en el sillón de Rivadavia.
Fue en aquellos primeros días de octubre de 1993 en que, a partir de un contacto en Casa Rosada, logré llegar al entorno de Menem para plantear la posibilidad de que el presidente argentino le concediera una entrevista a El Observador para ser publicada en la edición del segundo aniversario del diario. Para mi sorpresa, en menos de 48 horas el encuentro ya estaba acordado.
“El presidente no está concediendo notas a los medios argentinos. Está enojado con ellos. Pero con ustedes no hay problema. Los espera el 12 de octubre, en Olivos. Tienen 45 minutos”, me explicó telefónicamente un miembro de su entorno.
Aquel 12 de octubre viajamos a Buenos Aires el editor de Internacionales de El Observador, Daniel Mazzone; el jefe de Fotografía del diario, Armando Sartorotti, y yo como jefe de Redacción. Llegamos a Olivos a la hora pactada y nos hicieron pasar a un amplio salón donde solo tuvimos que aguardar algunos minutos a la llegada del presidente argentino y de su asesor de prensa.
Menem estrechó la mano de cada uno de nosotros como si aquella no fuera la primera vez en que nos veíamos. Y no demoró en contarnos de su amistad con el Uruguay y con el entonces presidente Luis Alberto Lacalle. “Lo considero un amigo, y me siento amigo del Uruguay”, nos dijo mientras se arreglaba la corbata y se preocupaba porque las fotos de Sartorotti lo tomaran en el que, nos dijo, era su mejor perfil.
Nos habían dado 45 minutos, pero Menem dejó claro desde el inicio que “no tenía apuro”. Cuando su asesor le dijo que en una hora debía dar una conferencia de prensa para anunciar nada menos que la intervención de una provincia, le restó importancia. “Eso puede esperar”, nos tranquilizó.
La entrevista fue extensa. Y Menem no eludió ninguna pregunta. En un momento, al intentar recordar una frase del general Juan Domingo Perón, cerró sus ojos. Y al cabo de algunos segundos, en que creímos que estaba pensando, cabeceó. “No crean que me duermo, es que descanso un rato los ojos”, nos quiso convencer. Se lo notaba cansado. Pero nunca pidió una tregua. Respondió a todo, mientras su asesor grababa toda la entrevista para quedarse con su propio registro de aquel diálogo. “Es rutina”, se justificó.
Con las primeras luces de la noche, y tras recorrer junto a Menem algunas de las reformas que había emprendido en la residencia de Olivos, le estrechamos la mano al presidente argentino y aquella misma noche regresamos a Montevideo.
A la mañana siguiente, cuando llegué a El Observador poco antes de la nueve de la mañana, la telefonista me indicó que tenía una decena de llamados de Casa Rosada. Mientras intentaba encontrarle una explicación a tanta insistencia, volvieron a llamar. Y atendí.
Del otro lado de la línea estaba el hombre del entorno de Menem con quien había concertado aquella entrevista. “Perdone que lo moleste, pero ha sucedido un imprevisto. Aunque quizá usted aún no lo sepa, el presidente Menem se sintió mal, tuvo un mareo y un cosquilleo en el brazo, y tuvimos que internarle con urgencia. Su cuadro es grave. En unos minutos va a entrar a la sala de operaciones y, a sus 63 años, los médicos nos dicen que sus posibilidades de salir con vida son del 50%”, me explicó con un tono calmo que hasta el día de hoy recuerdo.
Antes de que yo pudiera decirle que lo lamentaba, prosiguió. “Lo llamo porque usted le hizo al presidente la que, si muere en la sala de operaciones, será su última entrevista. Y en ella, usted le pregunta quién es su heredero político. ¿Recuerda esa pregunta?, me interrogó.
Le dije que sí. Y que Menem me había respondido que en política no había herederos. “Lo sé. Estoy acompañado de un grupo de hombres del presidente y tenemos aquí la desgrabación completa de la nota. Y por eso lo llamo. ¿Qué precio puede tener, si el presidente no sobrevive, cambiar esa respuesta y dar un nombre de un heredero político?”, me preguntó.
Me quedé frío. Nunca antes había recibido un planteo semejante. Alcancé a decirle que no haría algo así, pero insistió. “Mire, póngase en nuestro lugar. Si el presidente muere, esa respuesta es su testamento político. ¿Me entiende? Le hablo en nombre de un grupo de hombres del presidente y estoy autorizado a ofrecer una cifra de seis ceros para cambiar esa respuesta”, agregó.
Recuerdo que, sin poder sobreponerme del impacto que me generaba la propuesta, comencé a buscar la forma más educada, pero a la vez más firme, de explicarle al funcionario que en El Observador no nos prestaríamos para esa maniobra. Pero de nuevo, sin perder la calma, me volvió a interrumpir. “Mire, no me conteste ahora. Si Dios quiere, el presidente va a salir de la sala de operaciones y esta llamada jamás habrá existido. Yo no lo volveré a molestar. Solo quiero que sepa que, si eso no pasara, voy a llamarlo con una oferta concreta. Que tenga un buen día”, se despidió. Y cortó la comunicación.
Aquella mañana el presidente Menem fue sometido a una delicada cirugía que, practicada a tiempo, permitió abrir la arteria carótida para eliminar una obstrucción provocada por una placa queromatosa.
Y por la tarde, ya con buen ánimo, atendió a un periodista de su confianza para demostrar que estaba bien de salud y despejar los rumores que habían empezado a repercutir en la bolsa de Buenos Aires.
Siempre me quedó la duda de quiénes eran “los hombres del presidente” que, mientras Menem peleaba por su vida, estaban ofreciendo una suma millonaria en dólares para reescribir su testamento político.
Y también quién sería el dirigente político al que ese grupo de personas, de haber podido hacerlo, habría erigido como el líder al que Menem, en su última entrevista antes de morir, había nombrado su heredero. Porque eso podría haber cambiado la historia política argentina.